domingo, 12 de junio de 2011

DOLOR DE EX


DOLOR DE EX


Con Viviana Ortiz estuve casi tres años. Fue mi primera enamorada en serio. Tanto tiempo ha pasado desde entonces que ya no me da vergüenza admitir que me enamoré de ella, no perdida, sino perdedoramente, como dice el poeta Raúl Mendizábal. Tan embobado estaba con la Vivi que su decisión de acabar la relación alteró -de polo a polo- todo mi ecosistema emocional. Cual si fuera el devastador Huracán ‘Katrina’, Viviana atravesó mi adolescencia, llevándose todo a su paso, provocando violentos sismos y tsunamis en las regiones más agrestes de mi cuerpo; arrancándole postes, árboles, casas y vacas a la diminuta geografía de mi vida. Más que dolido, quedé damnificado. Por eso, cuando algunos años más tarde recibí su inesperado parte de matrimonio, a mi corazón le dio la garrotera.
Cuando te enteras de que tu primera enamorada se va a casar, eres presa de una súbita mezcla de pánico y falsa condescendencia. Tomas la noticia con una felicidad de utilería, pero por dentro oyes cómo avanza la lenta procesión de tus angustias.

(Como dice la canción: OLD HABITS DIE HARD, HARD ENOUGH TO FEEL THE PAINLOS VIEJOS HÁBITOS TARDAN EN MORIR, TARDAN LO SUFICIENTE COMO PARA SENTIR EL DOLOR...)

Lo primero que yo hice al recibir el parte fue examinarlo, buscando el motivo más insignificante para decir -de puro picón- que me parecía bien huachafito. Delante de mis amigos, criticaba el tipo de letra, la calidad del papel, el tamaño, la estilografía y hasta el menor detalle gráfico. Cuando estaba solo, en cambio, me abandonaba al retorcido y masoquista pasatiempo de tachar con un finepenel nombre de su novio y reemplazarlo por el mío.
Herido en mi precario orgullo juvenil, decidí no asistir y prometí delante de varios testigos que el día del matrimonio de Viviana me emborracharía hasta el amanecer y me divertiría como el más enajenado de los chanchos. Eso, desde luego, no ocurrió. El día de la boda me calcé un terno desganadamente, le pedí con disimulo el auto a mi mamá (‘se gradúa un amigo’, argüí, más catastrófico que nunca) y me dirigí a la Iglesia a 100 kilómetros por hora.
Me detuve afuera del templo y me quedé paralizado. No atiné a bajar del auto. Nunca me he sentido tan irresoluto, tan alfeñique, tan profesionalmente maricón como esa vez. La iglesia abierta y yo sin saber qué demonios hacer. Parecía un momento dirigido y producido por Mel Brooks (aunque también por Cattone). Presa de un ataque de dudas, me dediqué a evaluar: “¿Entro o no entro? Sería un idiota si me quedo afuera; la gente va a pensar ‘ay, Renato no vino por resentido, seguro que nunca lo superó’. Pero si entro, van a decir que no tengo dignidad. Lo correcto sería entrar. Pero ¿para qué?, ¿Para felicitarla, darle mi bendición y aplaudirla? ¿Para hacer un brindis en su honor, mentirle y asegurarle que estoy feliz por ella? ¿Para tirarle arroz a la salida y escribir ‘Just Married’ con spray en la fea limosina que los llevará al hotel? ¡Nicaragua! ¡Prefiero pasar por resentido antes que por calzonudo y pepelmas!”.
Horrorizado de mí mismo, ya al borde del desquicio, estudié una última y descabellada opción, la más osada y cinematográfica de todas: impedir el matrimonio. Sentí que sería el único acto que podría reportarme cierta decencia. Por un segundo me vi trepando a la zona del coro y descolgándome del techo por un cable -como hacían Mac Gyver o Indiana Jones- para interrumpir la ceremonia, paralizar al auditorio y decir lo mío (que a esas alturas ya no sabía muy bien qué era).
En esas mongolitas cavilaciones andaba cuando vi que una muchedumbre abandonaba la iglesia raudamente. El matrimonio había terminado y yo seguí allí, dentro del auto, estático, sin poder arrancar, pensando que Viviana aparecería en cualquier momento y me vería tan entristecido y descompuesto.
Felizmente, en un acceso de dignidad, reaccioné y recuperé el sentido común. Puse primera, hice rechinar las llantas y huí despavorido, sin mirar atrás, como si acabara de asaltar un banco y hubiera fallado en el intento.

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