miércoles, 15 de junio de 2011

ESE AMOR QUE NO SE VA


Con el dolor de mi Ego


Estaba sirviéndome una segunda y sustanciosa porción de arroz con frijoles cuando Martín me soltó el chisme:
¿Sabías que Celia está con enamorado?
La noticia me tomó desprevenido. Fue un impacto seco y doloroso, como un cachetadón en la nuca. El pulso traicionó a mi mano y la cuchara se me resbaló, provocando que un oscuro puñado de fríjol ensuciara el impecable mantel de la mesa de Ana, cuyo cumpleaños se estaba celebrando con aquel opíparo almuerzo de sábado. 
No había terminado de metabolizar tan amarga primicia cuando el suelo empezó a sacudirse de manera violenta. Más que un sismo ordinario, parecía que una bomba acababa de estallar en las inmediaciones de la casa.
Si no hubiera sido por el griterío de los invitados y por el chillido histérico de las mujeres, habría creído que el temblor estaba ocurriendo, no en los cimientos de la ciudad, sino en los cimientos de mi interior, y que mi corazón magullado era el inequívoco epicentro de tan súbito fenómeno telúrico.
Enterarme de que Celia estaba con novio me remeció. No podía negarlo. Es decir, podía negarlo, pero solo superficialmente, hacia el exterior, como un mecanismo de defensa para no verme afectado delante de los demás. Quizá por eso la primera frase que salió automáticamente de mi boca luego de que Martín me pusiera al corriente de las novedades, y tras la conmoción del sismo, fue:
-¿Ah, sí? Manya. Me alegro por ella.
Me sentí muy hipócrita. Ni yo me creía lo que acababa de decir. Ante los comensales podía aparentar una muy bacán onda de chico superado al que la noticia le resbalaba; sin embargo, por dentro, íntimamente, una mezcla de envidia, pena, sorpresa y desacomodo me corroía.
Es verdad que mi historia con Celia había ocurrido un año atrás. Es verdad que desde entonces yo había hecho todo lo posible para que ella se decepcionara de mí. Es verdad también que una noche, ebrio, invité al cine a su ‘roommate’, ganándome en el acto el título de tarado vitalicio, de persona no grata, de sujetillo indeseable.
Todo eso es cierto. Pero aún así no pude evitar que –al tomar conocimiento de su flamante noviazgo– un cable sentimental se me chamuscara.
Celia y yo salimos durante casi 7 meses, período en el que nos fuimos alternando las riendas de la relación. Al inicio yo la cortejaba y ella se resistía; luego ella me empelotó y yo me aparté; finalmente coincidimos y nos acercamos con naturalidad. Sin llevar el título canónico de ‘enamorados’, nos comportábamos como si lo fuéramos. Nos llamábamos, nos hacíamos regalos, nos escribíamos notitas de lo más inspiradas.
Fue un tiempo intenso que se vio interrumpido por mis cobardías e indecisiones, por mi miedo al compromiso, por la vaga sospecha de que no podría ser el enamorado hecho y derecho que ella silenciosamente reclamaba (y claramente merecía).
Por eso cuando Martín me habló del nuevo estatus afectivo de Celia, no pude sino maquillar rápidamente mi fastidio y mi rabia con un cliché tontorrón. “Me alegro por ella”, dije y, de puro nervioso, procedí a servirme otra cucharada de frijoles.
En los días posteriores a aquel sábado no fue difícil identificar el sentimiento rencoroso del que había sido víctima. Ya otras veces había experimentado ese mismo envenenamiento; esa descomposición emocional y psicológica; ese decaimiento conchudo que sobreviene cuando ves irremediablemente perdida a la persona que tú mismo, con tus dudas, te encargaste de espantar.
Recordé, por ejemplo, lo que me ocurrió hace seis años con Catalina Quiñones. Ella y yo éramos viejos amigos del colegio (en la época en la que yo aún creía en la amistad entre géneros), hasta que nos encontramos un verano en la playa y pasamos a ser algo más. Fue un gran verano. Compartimos decenas de noches bailando, conversando, descubriendo con gracia nuestras enormes coincidencias y similitudes. Nos templamos. Pero apenas ella insinuó un interés más serio que el mío, ocurrió lo que me temía. El monstruo de mis angustias y contradicciones volvió a aparecerse. Me asusté, tomé distancia, la evité cada vez que ella me buscó, propiciando así su inevitable alejamiento.
Poco después me enteré (nuevamente a través de Martín, que ahora que lo pienso siempre me trae las informaciones más deprimentes) de que Catalina estaba saliendo con un chico de su oficina. De inmediato monté en cólera, me puse como un pichín arrepentido y corrí tratando de recuperar el terreno perdido. Sentí que el amor que tanto había venido negando por fin reverdecía en medio de mi pecho, transformándome por completo.
Herido en mi vanidad y mi orgullo, perseguí a Catalina hasta Madrid, adonde ella había viajado para estudiar una Maestría.
Me alojé en su piso y durante varios días intenté convencerla –trayendo a colación escenas escogidas del verano que pasamos juntos– de que yo era, sí o sí, el hombre de su vida, su príncipe azul o, por lo menos, el sapo que aspiraba a ser un apuesto caballero.
Le compuse canciones, la acribillé con versos de todo calibre, y hasta le compré un rinoceronte de peluche que me costó 114 euros. Fui el más chinchoso entre los chinchosos. El más persistente. Sin embargo, a pesar de mis poéticos y denodados esfuerzos, ella no accedió a darme la segunda oportunidad que le pedí.
Hizo bien.
Hoy Catalina está casada con aquel chico con el que inútilmente traté de competir, y tiene una hija preciosa a la que he visto crecer por las fotos que publica en el Facebook. Los tres viven en Canadá. Cada vez que veo sus fotos familiares pienso que yo no habría podido hacerla tan feliz.
Cuando te enteras de que una ex novia o una chica con la que viviste una historia importante está con un nuevo novio, el ego te duele peor que la muela del juicio. Te sientes desplazado, sientes que alguien, un invasor, ha pasado a ocupar el territorio que te pertenecía, y que ahora se relacionará con las personas y los lugares a los que tú ya te habías acostumbrado.
Cuando Valeria, mi primera enamorada, me comunicó, solo un par de meses después de terminar conmigo, que se disponía a iniciar una nueva relación, ardí de frustración. Los pelos del alma se me pusieron de punta. Mientras la oía trataba de mantenerme sereno, de sonreír con propiedad, de asolapar mi tristeza bajo eslóganes inoxidables como “te deseo lo mejor”, “espero que seas feliz” o “que te vaya bien con él”.
Todo eso, desde luego, era una completa mentira. Lo que en el fondo deseaba era que le fuera mal, pésimo, que su relación fracasara lo antes posible, que se desencantara rápido para que regresara conmigo. No entendía cómo, tan pronto, ella se había recuperado del desenlace de nuestra relación.
Mientras yo apenas iniciaba el duelo como un viudo convaleciente, ella ya se reinventaba al lado de otro.
Algunas madrugadas, borracho y atrofiado por el dolor, la llamaba para pedirle que reconsiderara su decisión, en nombre de lo que habíamos vivido.
Felizmente Valeria ignoró mis lloriqueos ininteligibles.
Hoy está casada con ese mismo personaje, y acaba de estrenarse como mamá de una bebé muy saludable de inmensos ojos verdes. Bien por ella. Conmigo solo habría tenido un hijo renacuajo y cegatón.
Igual ocurrió con P, mi segunda novia, la chica con la que compartí tres largos años. La tarde en que me contaron que ella anbaba de nuevo emparejada, sufrí una trombosis en la autoestima.
Lo más delirante fue cuando, al encararla, le recriminé su silencio y, haciendo gala de un resentimiento tercermundista, le solté la mentira más berraca de todas las que suelen diseminarse en circunstancias como esa:
¬–“Lo qué más me duele es que no me lo hayas contado tú. Era lo menos que me merecía”
Qué reclamo para más huachafo. Lo recuerdo y me avergüenzo de mí mismo.
¿Acaso no es peor que sea ella la que te cuente que ha iniciado un romance con otro? Por supuesto que es peor. Es horrible. Si es ella la que te lo dice, cara a cara, le das la posibilidad de que vea –en vivo y en directo– cómo tu expresión asustadiza va llenándose de pliegues y adquiriendo todos los matices de la congoja. Por más que lo intentas, no puedes reprimir el inconfundible puchero de la tristeza, y ese es un espectáculo más humillante todavía.
Llegado el caso, es preferible enterarse de las infaustas novedades de boca de un fulano cualquiera, un extraño ante el que no nos cueste fingir que tenemos la situación bajo control. Ya después, a solas, en tu cuarto, te desmoronas a tus anchas y pasas la noche en vela, sin poder pegar los ojos inyectados de pena.
Es asombroso lo mucho que nos cuesta aceptar que somos sustituibles. En el fondo, somos tan descartables que un foco de luz cuyos pequeños fusibles han colapsado. Somos igual de prescindibles que un resorte vencido, o una vieja tubería que gotea y necesita ser cambiada por una nueva y moderna. El problema es que nos sobrevaloramos y nos consideramos irremplazables.
Nunca he podido alegrarme con sinceridad cuando me he enterado de que una chica del pasado inmediato se ha puesto de novia y que, además, está radiante y contenta. Me toma algo de tiempo comprender que he perdido cierto antiguo protagonismo, que ya no soy más el chico sensible que la sedujo y la emocionó.
Es egoísta, no lo niego, pero es lo que hay.
Por otro lado, no es muy cómodo enterarte de estas cosas en medio de una reunión social. La gente, los amigos en común, tan limitados a veces, tan decepcionantes, entran a categorizar el asunto y te adjudican el papel del ‘derrotado’. Como tu ex chica ya reanudó su actividad amorosa, y como tú sigues solo y buscando novia, asumen que mereces su compasión. Si serán idiotas.
Son muy extraños los engranajes que se ponen en marcha cuando uno de los dos miembros de una pareja desmantelada reinaugura su vida afectiva de la mano de un tercero.
En lo que a mí concierne, si la ex novia me ha importado mucho, y si fue ella la que me dejó, pues me vuelvo loco. Me enfermo, me desespero y actúo como un sicótico. Me convierto en un exponente ejemplar de la miseria humana. Para empezar, ‘googleo’ al nuevo novio. Hago un amplio barrido de información. Averiguo todo lo que puedo sobre él: nombre completo, dirección, estudios, aficiones. Todo. No importa que no vaya a utilizar esos datos en su contra, se trata simplemente de saberlos.
Luego me enchufo a la computadora y busco en Internet fotos del individuo para ver qué tan guapo está. Si veo que es más feo que yo, siento un estúpido alivio y dejo de hacer tanto hígado; pero si veo que es un chico bonito y musculoso me siento una mierda.
Me desgarro y me retuerzo en el suelo imaginando cómo se besan, cómo follan, cómo se dicen al oído las mismas frases y promesas que antes yo decía y escuchaba.
Dar rienda suelta a ese morbo es sumamente dañino, pero reprimirlo es peor.
Tal comportamiento desquiciado es una prueba significativa de que la decepción amorosa tiene mucho que ver con el ego, el puto ego que no tolera la posibilidad del adiós seguido del reemplazo.
Si la chica, en cambio, no ha sido un gran capítulo en mi vida, no me preocupo tanto. O sea, igual me jode, igual me fastidio, igual espío al advenedizo, pero los perjuicios emocionales son menores.
Y, finalmente, si soy yo el que he dejado a una ex, me amargo un tanto al saber que ella ya encontró nuevo galán, pero también me tranquilizo, pues me libero de culpas. “Ya otro hombre se está ocupando de esa carga”, pienso, miserablemente.
Creo que a las mujeres –por su practicidad, por su predisposición a la vida en pareja, por su fobia a la soledad– les resulta más sencillo iniciar un romance tras un duelo brevísimo. Cambiar de novio rápidamente es parte de su estructura genética.
Me da la impresión de que a los hombres nos cuesta más arrancárnoslas de la cabeza. Parafraseando a Sabina, nos toma 19 días, pero 500 noches durísimas olvidarnos de una niña que nos hizo zapatear.
El único consuelo que me sirve luego de enterarme que una ex alzó vuelo es creer que nadie conseguirá borrar las huellas que yo le dejé, las marcas que llevan mi nombre, las pequeñas cosas que en algún momento me hicieron diferente. Es un consuelo engañoso, infantil, y muy vanidoso, pero profundamente útil.
Por eso a todas: a Celia, a Catalina, a Valeria y a P, les deseo lo mejor, aunque sea de mentira.

*Escrito, como casi todos los post de esta temática publicados aquí, por Renato Cisneros. 

LO NUESTRO ES PRESENCIAL, NO VIRTUAL


Desconectados


Harían bien las parejas de novios en no estar conectados virtualmente.
Resulta muy saludable para el fortalecimiento de las relaciones que no se inicie vínculo alguno a través del Messenger, el Facebook o esa cosa que no sé cómo diantres funciona y que se llama Twitter.
Como ya he escrito antes en este blog, el Messenger es un medio genial y muy útil para la temporada de seducción. Afanar a través del Messenger –ayudándote con los explícitos emoticones y siendo todo lo atrevido que no eres cara a cara– es tremendamente cómodo.
Sin embargo, por irónico que parezca, una vez que estás con enamorada, esa misma herramienta –antes cómplice– se convierte en vil enemiga. 
Por eso, para evitar ese despropósito, esta es mi recomendación: si tu novia figuraba entre tus contactos antes de convertirse en tu novia, sácala lo antes posible y pídele que haga lo mismo contigo. Si, en cambio, ella nunca estuvo en tu red virtual, no la incorpores.
Y es que tener a la novia en el Messenger propicia varios escenarios incómodos. Por ejemplo:

1) Ambos se acostumbran a chatear más que a conversar, y por la noche, cuando se vuelven a ver después de un extenuante día de trabajo, ya no tienen gran cosa que contarse. Todos los temas sustanciosos del día –esos que hubiese valido la pena desmenuzar en vivo y en directo– se agotaron en el Messenger, se perdieron en la velocidad de esas frías chácharas de pantalla.
Como consecuencia, una vez que están solos, frente a frente, los silencios se multiplican entre ustedes de modo vertiginoso. Las capas de hielo se van levantando, una detrás de otra. “De qué le hablo, carajo, de qué le hablo”, te interrogas hacia adentro. Ella te mira, tú la contemplas. Eso es todo. A su costado, una pareja de maniquíes se vería más locuaz y comunicativa.

2) Con tu novia conectada todo el tiempo, el chat puede dejar de ser un placer relajante para convertirse en una adicción enfermiza. Chatean una, dos, tres horas seguidas y el chateo frenético los distrae por completo de sus respectivas labores oficinescas. Sin darse cuenta, de tan enchufados que están a la ventanita del MSM, de tan pendientes que paran de la inmediata respuesta del otro, se transforman en empleados sonámbulos. Rinden menos, producen la tercera parte de lo que producían, flojean y dejan de cultivar la iniciativa profesional que antes los distinguía. O sea, pasan a ser un par de mediocres más del sistema.

3) Si los diálogos virtuales de cada día se hacen muy extensos, corren el riesgo de tornarse desangelados y hasta pueden caer en un pozo funesto. Ahí hay que tener mucho cuidado, ojo, porque el hastío del bla–bla–bla suele dar lugar a patéticos malentendidos. Un chateo ligero e inofensivo puede convertirse, de la nada, en la versión on line de la Guerra de los Roses:

–Y gordo, qué más me cuentas, pues
–Nada, princesa, aquí, sigo chambeando
–Oye…
–Qué…
–¿Te dije que te quiero?
–Sí, gorda, yo también
–¿Pero cuánto?
–Mucho, mucho
–Ah, ya, más te vale, ja, ja
–Ja, ja
–Oye…
–Qué…
–¿Y qué estás haciendo exactamente?
–Nada, pues, trabajando. ¿Y tú?
–Aquí, en la chamba también, hueveando, pero hablando contigo
–Ah…
–¿Ah qué?
–No, nada
–¿Nada?
–Sí, pues, nada
–¿Qué? Ya no tienes nada que decirme
–No sé pues, amor, estamos hablando
–Sí, pero parece que te molestara
–Nada que ver
–¿Estás seguro?
–¿De qué?
–De que no te pasa nada
–(…) Un ratito, amor, tengo reunión
–¿Reunión? Oye, no te vayas dejándome así
–Un segundo y regreso…
–Siempre me haces lo mismo
–Me está llamando mi jefe, amor
–Ya, pero estamos hablando de algo importante
–(…)
–Oye, contéstame…
–(…)
–Pucha, te fregaste conmigo
–(…)
–Nunca me haces caso. Sabes qué: mejor ya no vengas a mi casa después, ya no me provoca
–(…)
–Y tampoco estoy segura de querer ir el sábado a lo de tus amigos
–(…)
–Qué pena que siempre dejes nuestra relación en segundo lugar
–(..)
–¡Ves, a esto me refiero cuando te digo que ya no somos tan compatibles!

–(…) Ya, amor, ya regresé de la reunión
–¡¡Qué amor ni que ocho cuartos!!! Me dejas hablando sola como una cojuda y después actúas como si no pasara nada
–¿De qué hablas?
–De eso, precisamente de eso: nunca sabes de qué hablo
–Amor, qué te pasa
–Nada. Ya no quiero verte hoy
–Pero por qué
–Aj, lo estás haciendo a propósito ¿no?
–¿Estás bien?
–¡¡¡¡¡No!!!!!!!! ¡¡No estoy bien!! ¡¡No estamos bien!! ¿No te das cuenta?
–¿¿¿Pero de qué??
–Qué idiota eres, me haces sentir como si fuera una loca
–Espérate, princesa, mejor te llamo, no entiendo nada
–¡¡No, no me llames!! ¡¡Y tampoco me digas princesa!!!
–Pero por qué
–¡¡Porque te odio!!

[El diálogo concluye así: ella furiosa huyendo del chat (y apretando los botones del mouse con rabia, como si el pobre aparato fuera una de tus extremidades), y tú, desconcertado, preguntándote en qué momento se fue todo al cacho]

4) Ese es otro punto grave: como en el Messenger no hay comunicación gestual, uno interpreta tonos e intenciones que no siempre coinciden con los originales. Allí donde uno soltó un chiste, el otro asumió una burla. Allí donde uno lanzó una propuesta seria, el otro asumió un chiste. Allí donde uno lanzó una burla, el otro asumió una propuesta seria. Las posibilidades de tergiversación son infinitas. Al final, los dos, por viciosos de la tecnología, acaban jugando al teléfono malogrado y dañan lo que pudo ser una conversa bacán, abierta, clara y memorable.

5) A través del Messenger los novios están tan ubicables que dejan de extrañarse. ‘Ver’ a tu novia en el estado de conectada es una manera de certificar que está bien, que está a salvo, lo cual desmantela esa siempre recomendable cuota de incertidumbre que debe existir ente dos chicos que se gustan y se quieren. No saber nada de tu novia a lo largo del día hace que te preocupes por ella, que te inquiete conocer su paradero, que la añores. ‘Verla’ allí, en cambio, convertida en un disponible y regordete peón verde, puede arruinar el encanto de la distancia bien administrada.
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Cabe señalar aquí que nunca falta el enamorado celoso y atormentado que desconfía de la autenticidad de los estados virtuales de su pareja. Si ella está enSalí a comer, él piensa que sí, salió a comer, pero con otro. Y si ella está enOcupado o Ausente, él sospecha todo lo contrario: que está muy libre y muy presente, pero que no quiere hablarle.

6) Si tu novia es muy susceptible, tarde o temprano reclamará aparecer en la foto de tu perfil del Messenger (que, para mi sorpresa, ha terminado teniendo casi tanto valor como la foto de la billetera). Si en vez de poner una imagen de los dos, tienes la frescura de colocar una muy sexy en la que sales solo y sonriendo, ay de ti, tendrás que soportar un cruel interrogatorio.
“¿Y esa fotito?”, “¿Por qué no pones una foto conmigo ah?”, “¿Acaso me niegas?”, “¿O no quieres mostrar que tienes enamorada?”. “Anda, pues, pon la que nos tomamos el otro día en Barranco, a ver si me quieres”. “Pruébalo”.
Esas son típicas demandas posesivas de las novias que no se quedarán tranquilas hasta lograr su legítimo y algo vanidoso cometido: que te luzcas con ellas en el palacio de la fama de Internet.

7) Con el Facebook la cosa se complica todavía más. Si cometiste el error de inscribir a tu novia como uno de tus contactos, más te vale que especifiques tu estatus sentimental dentro de los datos generales. Recuérdalo, ya no estás soltero: estás en una relación, y es menester que lo proclames y hagas público. Eso sí, recuerda algo: entre hacer ese anuncio y llevar un anillo en el dedo no hay ninguna diferencia.
Lo verdaderamente trágico es que una vez que revelas tu situación afectiva todos tus contactos estarán al tanto del vaivén de tu vida amorosa: de cuándo se inicia y, sobre todo, de cuándo se acaba.
Por ejemplo, la información privada sobre tu rompimiento –que antes era reservada a los pocos amigos de confianza– ahora se prostituye, se divulga, se contrabandea y, al cabo de unas horas, se hace extensiva a cientos de personas que no tienen nada que opinar pero que igual opinan.
Si tu novia rompe contigo, no se come ningún roche virtual, pues ella misma se apurará en variar su estatus: de ‘comprometida’ pasará a ‘soltera’. El único mongo que pagará los platos rotos eres tú, que no solo tienes que tragarte el sapo de la depresión, sino que, encima, tienes que ver cómo se inscribe, contra tu voluntad, en el muro público del Facebook, la frase lapidaria Ya no estás más en una relación. Frase que va debidamente acompañada por la cachosa imagen de un corazón en miniatura fracturado en dos mitades.
Una vez que tu ex novia actualiza unilateralmente el estatus de ambos, no pasan ni dos minutos antes de que algún retrasado mental, jugando a compadecerte, aparece y te pregunta: ¿oe, broder, estás bien?

(…)

Por todo lo expuesto creo que está bien que yo también me mantenga lejos del Messenger y del Facebook de mi chica.
Ingresar a sus redes sociales sería como rebuscar en sus cajones, como mirar las llamadas de su celular, o como revisar su agenda rápidamente mientras ella se levanta para ir al baño.
Además, conozco perfectamente mi naturaleza celotípica y sé que resulta muy sano tomar precavida distancia de todo ese universo de información.
De la misma manera en que el alcohólico en vías de regeneración evita pasar cerca de una licorería por miedo a la recaída, así yo evito pasearme por esas páginas de la Internet por temor de no poder neutralizar las ganas de meter mis narices.

Si un día me asaltan los celos (cruzo los dedos para no ser poseído nuevamente por esa locura), lo primero que haría, lo sé, sería navegar por su Facebook como un chismoso desquiciado, buscando indicios para justificar mi paranoia.
Ya me veo: invirtiendo horas en hacer un barrido digital para averiguarlo todo. A quién le escribió; qué foto comentó; a quién agregó; a qué grupo se unió; fan de quién se hizo; qué álbum creó; que aplicaciones usó; qué test contestó; a qué eventos asistirá; quiénes le han dejado mensaje; qué nuevos contactos tiene. Uf, no, paso. De solo imaginarlo me indigesto. Sería un veloz atajo a la demencia.
Ya una vez, hace años, caí redondito en la tentación del vouyerismo computacional. Hice malabares de hacker y me filtré en el Hotmail de una novia (en realidad, le devolví el gesto, pues ella había hecho lo mismo con mi correo meses atrás).
Fue espantoso. Hallé todo lo que imaginaba que podía hallar. Había mails comprometedores, chateos íntimos, confesiones de las que hubiera preferido no tener idea. (No me hago la víctima: ella podría haber dicho exactamente lo mismo después de sus indagaciones por mi Hotmail).
Salí anímicamente tan desgastado de esa intromisión que me arrepentí por siempre de haberla perpetrado.
Hoy –en contraposición con el celoso infame que fui– he decidido practicar una filosofía más desapegada.
Mi precepto de cabecera es este: “Si quieres que una mujer no te engañe, dale la libertad para que lo haga. El día que le impongas una restricción estarás invitándola a que la viole”.
¿Qué quiere decir eso? Que la libertad nos lleva a moderarnos, sin necesidad de sufrir el yugo de candados exteriores. Por ejemplo, si le adviertes a tu novia “no quiero que hables con tu ex nunca más”, sin querer le estarás sembrando en la cabeza la inquietud por hacerlo. Pero si no le haces ninguna advertencia, quizá ella lo piense dos veces antes de traicionar tu confianza.
Es mejor que ella reprima el deseo de hablar con su ex por las ganas de respetarte antes que porque tú la obligaste a que te respete. (Aunque ahora que lo pienso mejor, lo ideal sería que ese deseo ni siquiera exista, pero, claro, ya se sabe que no hay control que valga en el rugoso ámbito de los deseos).
(…)
Estar expectorado de las redes sociales de mi novia no me preoucupa.
Su realidad virtual es parte de su espacio. Lo que allí ocurra no es de mi incumbencia, a no ser que ella quiera compartirlo conmigo deliberadamente.
Si de usar tecnologías se trata, lo único a lo que nos animamos es a intercambiar bonitos mails y a llamarnos por celular. No nos mensajeamos por el móvil, ni nos buscamos en el Twitter, ni nos saludamos en el Skype, ni nos colgamos del Flickr, ni nada.
Solo somos un par de chicos un poco abrumados por las novedades de la modernidad, que prefieren disfrutar de una conversa a la antigua, sin cables ni intermediarios.
(…)
Dentro de pocos años, cuando estemos atrofiados de tanto vínculo impersonal y distante, quizá se ponga de moda estar mudo en presencia de la novia.
Las parejas saldrán a la calle sin dirigirse la palabra. Pasearán en disciplinado silencio y al volver a sus casas correrán a sentarse cada uno delante de su laptop para, por fin, decirse lo que sienten.
Mientras menos hables en persona más encantador serás.
Algo me dice que a los novios del futuro (como a muchos lectores del presente) mis teorías
les importarán un cuerno.
Por RUSCA

lunes, 13 de junio de 2011

TODAVÍA NO QUIERO SER PAPÁ


TODAVÍA NO QUIERO SER PAPÁ


La vida continúa y el blog también. Gracias a las decenas de personas que, por una u otra vía (el blog, el mail, el hi5, el teléfono, etcétera), se han mostrado interesadas por mi salud, y me han animado a recuperarme luego del complicado incidente en la carretera entre Ticlio y La Oroya. De verdad, infinitas gracias. Me llamó muchísima gente (menos Carlita, mucho menos J).
Creo que la mejor manera de espantar el drama es reactivando el Busco Novia. Y qué mejor que tocar esta vez un tema que de alguna manera se desprende del último post ('Aquel Viejo Motel'). 
Me refiero a que cuando los enamorados entran en un ritmo altamente cachondo, y le dan cuerda día y noche a sus ímpetus sexuales --en un telo o en donde sea-- tarde o temprano surge entre ellos el miedo, la duda y la terrífica paranoia de haber 'metido la pata'. Por más precavidos que hayan sido los dos, y por más derroche de condones, anticonceptivos y demás adminículos profilácticos que hayan hecho, no hay pareja que se libre de ese riesgo.
El vía crucis empieza con una llamada de tu chica. Alo, amor, pucha, no me viene, te informa ella, con esa voz baja y tembleque con que se comunican las malas noticias. No te viene qué, preguntas, tratando de disimular. La regla pues, huevón, la regla, te aterriza. Es desde ese instante telefónico que la angustia te clava los colmillos y te chupa la sangre. Y no habrá absolutamente nada que te salve del fatigante estrés de pensar que existe siquiera una micro posibilidad de que hayas embarazado a tu novia. La sola idea de ser papá contra tu voluntad, de estar obligado a improvisar un futuro que no tenías planeado y de, eventualmente, tener que casarte ante el unánime pedido de la hinchada, te perfora el cerebro y te lleva, lenta pero irremediablemente, al borde de la locura.
Conozco muy bien ese sentimiento. Han sido dos las inolvidables ocasiones en que he padecido el sobresalto. Por lo menos me ocurrió con mis enamoradas. No quiero ni imaginar el desastre que debe significar que te suceda con una chica con la que tuviste un 'lapsus eroticus arrechus' (improbable nombre científico que en su traducción más coloquial equivaldría al celebrado peruanismo 'choque y fuga'). Eso sí que debe ser terrible: embolar a una chica con la que solo has tenido un encuentro fortuito y pasajero.
Decía que he vivido en carne propia ese trauma, y recuerdo perfectamente el trastorno, el impacto, el estado de temor y ansiedad en que me depositaron esas llamadas. Sobre todo, la pavorosa frasecita No me viene. Ese aviso es infartante, y sus secuelas son graciosamente reveladoras, pues todo lo que a tu novia no le viene, te empieza a venir a ti: te falta aire, pierdes apetito, transpiras, te sicoseas, te baja la presión, se te afloja el estómago y tus piernas se convierten en un inestable y nervioso par de palitroques. Por poco y te desmayas. Si hasta parece que la embarazada fueras tú.
Es difícil describir el estado mental de un hombre que, durante días o semanas, vive en ese estado de vacilación y consecuente congelamiento orgánico. Aunque chabacana, la conocida expresión popular 'tener los huevos de corbata' es en este caso muy didáctica e ilustrativa, pues precisamente así, con esa sensación de ajuste y ahogo, es que se manifiesta el vértigo en un chico martirizado por una palta existencial tan grave como esa.
Pero no solo te asustas cuando tu novia te dice que cree estar embarazada. Después del shock, viene la depresión. En una imaginaria nube que flota sobre tu cabeza empiezan a transcurrir escenas escogidas de tu nueva vida de involuntario progenitor. Te ves cabizbajo comprando pañales en el supermercado; cancelando planes de fin de semana con tus amigos; despertándote de madrugada; hirviendo mamaderas; soportando ese detestable chillido de los recién nacidos; arrastrando un cochecito por un parque; y --lo peor-- limpiando esos terrosos y pestilentes grumos de que se compone la caca de un bebé. Parece una ironía: tu novia va a dar a LUZ, pero tu vida se sumerge en la más tenebrosa oscuridad.
Ya se lo confesaba el maestro Bill Murray a la recontra potable Scarlet Johansson en un pasaje de la imperdible Lost in Translation: "cuando nace tu primer hijo toda tu vida, tal como la conoces hasta ese momento, desaparece".
Pero así como tu novia te puede hundir en la desesperación más cabrona al comunicarte sus sospechas de embarazo, te puede llevar a la euforia absoluta cuando te anuncia el advenimiento de la regla. La sagrada y rojiza huella de la menstruación. Amor, ya me vino. Qué dulces palabras. Qué gran momento del lenguaje femenino. Uf, le vino. Gracias, Dios. Gol. Por fin. Qué alivio. Qué tranquilidad. Vuelve el alma al cuerpo. Vuelve a reinar la alegría. Qué viva el Perú. Que alguien destape dos cervezas. Hay que celebrar tan magno evento, digno de todos los festejos y hasta de las primeras planas. Qué extradición ni qué ocho cuartos. La noticia es otra. A tu novia le vino la regla. Ya no vas a ser papá. Salud por eso. Seco y volteado. Y pidan otra ronda que yo la invito.
Dicen que las mujeres acostumbran estirar malévolamente estos períodos de incertidumbre (y que a veces hasta los inventan) para probar así nuestra reacción y ver cómo nos comportaríamos ante el escenario de un supuesto embarazo accidental. Supongo que están en su derecho de tendernos esa trampa para husmear en nuestros prejuicios respecto de, por ejemplo, el aborto. Lo que sí me parece faltoso es cuando las mujeres propician el embarazo para obligar al novio a formalizar una relación. Es decir, te engañan diciendo que se están cuidando y luego utilizan la contundencia de la preñez como un fortísimo argumento para arrastrarte al altar.
Hay quienes piensan que esa es una vil triquiñuela, pero también he oído a defensores de esas prácticas egoístas decir que las mujeres no lo hacen para 'atrapar' a su novio, sino simplemente por las puras ganas de tener un hijo. Francamente, no sé qué vendría a ser peor.
Mi amigo Alfonso (Robotv, ilustrador del blog y talentoso fotógrafo), me informa de la existencia de un mecanismo llamado "el braguetazo de oro", y que marca el caso inverso: cuando un varón hace promesas sexuales que no cumplirá (del tipo 'solo la puntita') y deja embarazada a su chica, en la esperanza de reproducirse y quizá fortalecer el seguramente deteriorado lazo sentimental del que su relación pende.
De todo este rollo extraigo una reflexión que no pienso alterar: si voy a ser papá, me gustaría decidir cuándo y no enterarme desprevenidamente por teléfono. Y aunque ya no me persigue como cuando era chiquillo la pesadilla de ser papá por anticipado, igual sé que aún no ha llegado ese momento (mis encantadores pero a menudo revoltosos sobrinos de 9 y 3 años me han ayudado a confirmar esa certeza). Por eso, para evitar una fregada paternidad impuesta, siempre tengo a la mano --guardado en la guantera del auto, caleteado en la mesa de noche o refundido en la mochila-- un inmaculado preservativo: después del perro, el segundo mejor amigo del hombre.
Escrito por Renato Cisneros

AVENTURAS VAN Y VIENEN


AQUEL VIEJO MOTEL
La primera vez que le dije a una novia para ir a un hotel, se echó a llorar. Y no de emoción, precisamente. Era de noche. Yo tenía 20 años, ella 17. Estábamos en el carro de mi mamá, estacionados al lado de un parque, evaluando alternativas sobre dónde prolongar los ruidosos festejos por los diez meses de nuestra joven relación. Fue ahí que, tomando disimulado valor, le hice la propuesta con la gélida naturalidad de quien pregunta la hora.
- "¿Y si nos vamos a un hotel?", indagué
Tras mi genial pregunta hubo una pausa de siete u ocho segundos. Luego, ella rompió el silencio con un gimoteo inesperado, seguido de un fino llanto de honda decepción, un sutil moqueo y una corta pero muy corrosiva cadena de insultos.
- "¿Qué te crees que soy ah? ¿Una ruca? Idiota ahí. Llévame a mi casa ahorita", me espetó, con la voz entre temblorosa y renegona.
Yo, asustado por haber propiciado lo que a todas luces resultaba ser un ataque ofensivo a la conservadora autoestima de mi señorita enamorada, encendí el carro y comencé a manejar y a pedirle disculpas en cinco idiomas. Ella, desde luego, rebatió todos mis estúpidos argumentos, reprochándome el supuesto maltrato emocional al que la había expuesto. Era duro de aceptar, pero no cabía duda: la había cagado todititita.
A pesar de su tajante e indignada posición, su parecer cambiaría con el tiempo hasta torcerse por completo. Fueron dos meses los que me tomó convencerla de que un hotel no era, pues, el oscuro templo de lujuria y lascivia que su virginal cerebro adolescente despreciaba, sino un lugar absolutamente sano adonde parejas de todas las edades y procederes acudían para refugiarse y celebrar el amor.
Cuento esa anécdota del pasado a manera de introducción a este post, que pretende ser un tributo personal, un pequeño reconocimiento, un breve pero significativo homenaje a la tantas veces censurada institución del hotel. Y cuando digo hotel en realidad quiero decir telo, ese lugar humildón que --aunque privado de la imponente fastuosidad de un Marriot o un Hilton-- da cálido albergue a los amantes urgidos que no tienen dónde dar cuenta de sus más recónditas y eléctricas pasiones.
Cuando tú y tu novia viven en casa de sus respectivos papás; cuando ya se hartaron de tener que esperar a que toda la familia salga de paseo para acostarse juntos; cuando ya no resultan tan adrenalínicos los angustiantes sobresaltos del sexo improvisado en la sala de la televisión; cuando hacerlo en ambientes públicos ha perdido algo de su gracia original; cuando extrañas un lecho donde poder ensayar las más insospechadas y gimnásticas piruetas; o cuando simplemente añoras la privacidad y discreción de una habitación cerrada con doble llave y la confortable amplitud de un somier de dos plazas; es ahí, justo ahí, cuando la figura del telo adquiere una nobleza y trascendencia innegables.
Uno aprende primero por las películas, y luego lo constata en la práctica, que la habitación de un hostal crea en los enamorados la ilusión de un cuarto matrimonial. Es como ser esposos o convivientes por una noche. En ese lapso, la cama, las sábanas, los veladores, las lámparas, los feos bodegones que decoran las paredes, el baño y el televisor forman parte de una escenografía que los novios comparten falsamente: todo el decorado es propiedad de los dos pero al mismo tiempo de ninguno, o es de los dos pero también de los muchos hombres y mujeres que han pasado antes por allí. Ir a un telo es, entonces, formar parte de una comunidad imaginaria que ha usufructuado los mismos beneficios que tú y tu chica, que ha actuado en el mismo set, que ha peleado en el mismo ring de cuatro perillas, y que se ha amado bajo el mismo techo (y sobre el mismo colchón).


Sin embargo, a pesar de lo extrañamente encantador que resulta ocupar ese espacio en el que la disposición de los objetos produce esta sensación de doméstica pero efímera comodidad, a pesar de eso, la visita al telo siempre exige atravesar momentos algo embarazosos. El solo hecho de ingresar a un hotel ya provoca en muchas mujeres un pasajero acceso de estrés, un pudoroso nerviosismo que se agudiza segundos más tarde, delante del mostrador de recepción. No hay forma de llegar hasta el dormitorio salteándose esa instancia ligeramente incómoda: es una garita que hay que pasar, una escala técnica que hay que hacer, un trámite que estamos obligados a regularizar.
Es gracioso ver cómo algunas chicas, por preservar el perfil bajo, giran discretamente la cabeza y se cubren tiernamente la cara con el pelo, mientras tú haces arreglos con el recepcionista, con la finalidad de contar con las más dignas instalaciones del local y acceder al juego de llaves que te corresponde.
Con las huéspedes primerizas, la posibilidad de que un ataque de pánico las haga retroceder no desaparecerá hasta que ambos crucen el umbral de la puerta de la pieza que les ha sido asignada. Es por eso que muchos novios, durante los minutos en que se ocupa el ascensor y se atraviesan los laberínticos pasillos, cruzan secretamente los dedos para que su pareja no se repliegue y arruine la velada. Para colmo, siempre existe la terrible posibilidad de que tu chica se cruce con alguna persona conocida en la ruta al cuarto, un azar que podría suscitarle un 'shock' y un funesto arrepentimiento.
La vida --entre rachas de sequía y tumbos de promiscuidad-- me ha llevado a conocer hostales de todo pelaje. Desde los más gallardos, con sus edredones, su jacuzzi y su sistema de calefacción, hasta los más guerreros, con sus cortinas remachadas, sus anónimos jaboncillos de tocador, y con los botones aplastados del control remoto de la TV sin cable. A todos ellos les cogí un episódico cariño. Y aunque sería inadecuado elaborar una lista de todos los telos que me han proporcionado fugaz cobijo y amparo, no puedo evitar mencionar algunos de los clásicos y favoritos. Ahí tienen ustedes el histórico Polonia, el Britania, el inexpugnable Reducto, el inmaculado My Place, Las Lomas, Los Laureles, el recientemente descubierto Eucaliptos, el siempre dispuesto Monterrico Inn, el Faro, el Farolito, el Cisne, el Apolo, el Inkari, Los Mirtos, amén de otros que fueron testigos de gestas menos triunfales y cuyos nombres marginales es menester olvidar.
En esos lugares amé, me divertí, reí, me desvelé, me quedé plácida e irresponsablemente dormido, me embriagué, mentí, oí mentiras, sorprendí, defraudé, pero sobre todo hice felices a mujeres que me hicieron feliz. A veces enamorado hasta el tuétano, a veces no. A veces con novias, a veces con compañía ocasional. Por todo eso, cada vez que paso delante de sus fachadas, en auto o a pie, la memoria hace que se me escape una sonrisa, en un guiño de abierta complicidad conmigo mismo. (Espero constatar en los comentarios que a ustedes les pasa igual para sentirme un poquito menos delirante).
Supongo, para terminar, que este post es también un reflejo de nostálgica despedida. Una vez que adquiera mi departamento --cuya compra está a punto de concretarse-- ya no será necesario vagabundear por ahí, calenturiento, de madrugada, buscando junto a quien sea la posada amorosa de un hostal. Aunque, claro, siempre queda la futura posibilidad de un dulce y travieso reencuentro.